Andaba sumergido como cada mañana en la lectura de “La Contra” de La Vanguardia -la mejor página de la prensa española actual- cuando alguien a mi lado atrajo mi atención. Nunca había tropezado en mi vagón de metro con un libro y un lector electrónicos.
Había visto y sostenido en mis manos varios de ellos, es cierto, pero jamás había dado con un lector electrónico de carne y hueso. Y la verdad es que su aparición en la vida misma, no en un stand de feria, me impactó mucho más de lo que hubiera podido imaginarme.
Primero, por tratarse de un lector. Porque en el metro de Madrid sólo leen libros las mujeres. Algún hombre lee prensa deportiva, o gratuita o diarios convencionales, como hago yo, pero libros, libros sólo leen las mujeres, como son mayoritariamente ellas las que visitan exposiciones, escuchan conferencias, van al cine o llenan cualquier espacio o convocatoria cultural. ¡Gracias!
Y en segundo lugar por la estética. Verán, yo no soy un gurú de las nuevas tecnologías, capaz de prever tendencias futuras. No tengo ni idea. Pero puedo asegurarles que ese aparato aún sin nombre no desplazará nunca al libro mientras siga siendo tan frío, tan feo, tan impersonal, tan gris, tan antiestético, tan sin tipografía siquiera que llevarse a los ojos ajenos, con un título y un autor que compartir cómplice o detestar amablemente con el viajero de enfrente.
Imagino que en todo esto –tacto, vista, textura, encuadernación, cubiertas, color, sensibilidad en general- ya estarán trabajando los diseñadores industriales, así como en buscarle entretanto un nuevo nombre al aparato que no mencione la palabra Libro. De esta forma al menos saldrán ganando al evitar la comparación.
Pero mientras esto suceda, seguiré recordando que fue a principios de los noventa, cuando escuché por primera vez eso de que el libro, tal y como lo conocíamos por entonces, no existiría en el año 2000.
Curiosamente, y en otro orden de cosas, eran los tiempos cumbres del fax, se acuerdan, aquel rey o milagro tecnológico que cambió e iba a cambiar para siempre nuestras vidas y que ahora prácticamente ha dejado de existir.
Fernando Beltrán